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21 de marzo de 2010

Los tartufos de Calderón y el dragón del no

La Jornada

Arnaldo Córdova
El dragón, como es bien sabido, es una invención medieval europea para engañar bobos que se lo creían todo y, también, china, pero para dar una idea del poder y la fuerza. Tartufo es un personaje de una obra de Molière que es presentado como un hipócrita, falso y, en particular, servil y acomodaticio con los poderosos. Esa fue la imagen que me ofrecieron los promotores de los manifiestos que titularon No a la Generación del No”, aparecidos en los periódicos El Universal, Milenio y Reforma, los días 23 de febrero y 18 de marzo del corriente año. En el título me quiero referir a esos tartufos que han inventado un supuesto dragón, retardatario y reacio a cambiar el mundo, que sería la “Generación del No”.
La idea de esos manifiestos (en realidad se trata de uno solo, publicado dos veces) es muy sencilla: hace ya 13 años que las reformas de fondo que el país necesita han sido detenidas “por parte de las fuerzas políticas”. Si se habla de todas las fuerzas políticas, como parece ser, no hay excepciones, y luego se aclara que la “Generación del No” comprende a “todos los políticos de todos los partidos que han hecho improductiva nuestra democracia”. O sea, todos, excepto los que ahora están en el gobierno, los panistas, porque los manifiestos son para apoyar las reformas propuestas por Calderón: “relección de diputados y senadores, segunda vuelta en la elección presidencial, iniciativa preferente para leyes secundarias, referéndum para cambios constitucionales y candidaturas independientes”.
La “Generación del No” es, en suma, la que no deja gobernar a gusto a Calderón y los ineptos gorilitas que son sus colaboradores. He oído a funcionarios panistas decir: “A los opositores no les satisface nada; a todo dicen que no. Lo que no quieren es que gobernemos”. Eso se lo registré a algunos de ellos desde los tiempos del tonto que nos gobernó antes. Ahora Héctor Aguilar Camín, Jorge G. Castañeda y Federico Reyes Heroles, los promotores, convierten en manifiesto a la nación ese sentir de los cretinos que nos gobiernan y, junto a ellos, un montoncito de despistados cuyas firmas andan recogiendo. Creo que veremos varias ediciones más de esos manifiestos.
El manifiesto no da para nada. Las ideas que expresa son las que Aguilar Camín y Castañeda presentaron en un folleto que salió publicado poco después de que Calderón presentó su iniciativa: Un futuro para México (Punto de Lectura, México, enero de 2010). El título del pequeño libro es, ya de por sí, muy pretencioso, sobre todo cuando uno constata lo que se propone en él. Su objetivo es claro: del autoritarismo del partido hegemónico pasamos inadvertidamente a una situación en la que ganar la Presidencia de la República no sirve para mucho cuando, desde 1997, se carece de mayoría en el Congreso. La oposición se convierte, así y se supone porque le hace montón al ganador, en un elemento que “bloquea más que construye” (p. 84).
En otras palabras, la reforma política, de la que hasta hace no mucho nos ufanábamos, no ha hecho otra cosa que traernos un soberano desmadre en el que la democracia resulta una ficción “improductiva” y el Estado es “…un estado débil, que no aplica la ley, cuya división de poderes se acerca al divisionismo y cuyo federalismo tiene algo de feuderalismo [sic]” (p. 86). Y todo porque esa democracia ha sido incapaz de crear “mayorías claras.
Para eso, los autores adoptan las propuestas de Calderón ya señaladas: eliminación de la cláusula de sobrerrepresentación, una segunda vuelta legislativa para eliminar al tercer partido en contienda, haciéndola coincidente con una segunda vuelta en la elección presidencial, relección consecutiva y candidaturas independientes y poderes especiales al presidente (veto, referéndum para sus iniciativas, iniciativas preferentes o “leyes guillotina”, que ya he tratado aquí y sobre las que volveré.
Enrique Peña Nieto ha escrito recientemente que el Estado democrático necesita mayorías para ser eficaz. “Sin mayorías, se pierde la capacidad de decidir y transformar, lo que termina por erosionar la capacidad de decidir [sic]”. Es una obviedad, por supuesto. Aquí el problema, como es el caso de los firmantes de los manifiestos, es lo que nos proponen para alcanzar esas mayorías: someter de nuevo el Congreso a las decisiones indiscutidas del Ejecutivo y someter a reglas más duras a los partidos no sólo para que puedan ser reconocidos y registrados, sino y sobre todo, para impedirles bloquear todo acuerdo con el que no coinciden.
De hecho, lo que se está sugiriendo es que la democracia en México no sirve para gobernar bien al país y que, por lo tanto, hace falta una buena dosis de autoritarismo, o sea, una vuelta al pasado (¡Por todos los cielos! ¡Qué bien se estaba con el PRI!). Ante un montón de partidos desmadrosos y logreros, impongámosles la ley del buen gobierno, que dicta que hay que darle al mayoritario, independientemente del porcentaje de su votación real, una mayoría absoluta, para que él sea el que decida, junto con su presidente. El presidente necesita gobernar, nos dicen, pues hay que darle el privilegio de imponer al Congreso “iniciativas guillotina” (o los representantes de la nación las aprueban o él las aprueba por su cuenta).
Que el Congreso no está de acuerdo con las propuestas del presidente, pues entonces démosle la facultad de convocar al pueblo, con todos los recursos a su disposición, para que él decida en lugar de los representantes nacionales y, así, el presidente pueda hacer lo que tiene que hacer. A propósito, ¿qué es lo que el presidente tiene que hacer? Pues, ¡hombre!, gobernar y si el Congreso no se lo permite o es muy difícil tratar con él, pues, entonces, que haga a amenos de él. Y, ¿la democracia? Pero eso, ¿para qué sirve? Lo que importa es gobernar. Lo demás es lo de menos. Eso es lo que estos genios improvisados de ideólogos de la derecha nos están proponiendo.
Nunca en mi ya larga vida me ha tocado ver tanta abyección ni tal servilismo hacia el poder. No me importa saber por qué lo hacen. Eso es asunto de ellos. Sólo quisiera saber de cada uno de ellos, incluso de muchos amigos queridos que han firmado esos manifiestos, qué es lo que buscan, en qué creen que nos están haciendo avanzar, aparte de manifestar su muy legítima repugnancia por nuestros repugnantes partidos y por nuestro repugnante y anémico sistema democrático. Si no tenemos algo mejor, es por una culpa que todos deberemos compartir. Y si queremos mejorar lo que tenemos, creo que el mejor camino, como se dice en los manifiestos, es discutirlo entre todos. El problema es que en este país nadie quiere discutir y menos aprobar por consenso. La derecha, ya lo sabemos, sólo sabe imponer y, en cuestiones de gobierno, sólo sabe gobernar mediante la fuerza.

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